EL DÍA DE MI REY

MI ESPOSO EN OHIO, NO ENOJAIO, O LO QUE ES LO MISMO: UN MERECIDO RECONOCIMIENTO II PARTE

PREPARATIVOS

Antes de empezar, debo advertirles que a mí me gusta platicar “desde ring-ring” (como decía mi mamá), o sea, con pelos y señales, así que prepárense para todo un rollo. Para que no sea tan pesado, lo he dividido en bloques.

Mis amigos del Facebook personal recordarán que hace unas semanas platiqué que mi esposo había sido distinguido con el premio más importante de la compañía para la cual trabaja. Ahí les conté que mis hijos y yo habíamos asistido a una emotiva junta de comunicación con todos los empleados, en donde le habían entregado una placa. Pues bien, este martes fue el reconocimiento oficial por parte de los chipocles de la compañía, en Columbus, Ohio. La organización del evento estuvo increíble. Tres semanas antes, enviaron el menú para que desde ese momento eligiéramos la cena, preguntaron  mi nombre e inclusive pidieron que mencionara cómo me gustaba que me dijeran (qué detallazo, ¿no?).

Una semana después de ese correo comencé a buscar mi atuendo. Recorrí 5 tiendas y me medí como 50 vestidos, pero no encontré nada que me gustara. A los pocos días, finalmente, ocurrió el milagro en Dillard´s: me topé cara a cara (o cara a tela, más bien) con un vestido precioso color coral fuerte, tejido con gancho y con una franja de tela como acordeón en medio –tipo el adorno que se usaba al envolver regalos en los años 60´s y 70´s. Lo mejor es que el precio era relativamente perfecto. Digo relativamente, pues si bien era un poco más de lo que yo pensaba pagar, me encantó cómo se me veía y decidí que me lo merecía (¡pos´ claro!). Mi esposo me hizo saber que la temperatura en Ohio era muy diferente de la de aquí, así que siendo yo la mujer más friolenta del mundo, compré también un saco-abrigo en Stein Mart que me encantó.  Me probé el atuendo con unos zapatos que ya tenía, pero como me apretaban un poco, le pedí a mi sobrina  que me acompañara a comprar otros. Nos citamos en MJM. Yo me tardé como 10 minutos, y cuando llegué, la Tonta -ni tan tonta- ya me tenía 3 pares. El primero que me medí me encantó: eran de pulsera, tacón alto pero no matador, color azul eléctrico,  y tenían un pedazo de tela como en acordeón que iba de la punta hasta la pulsera (muy parecidos a los que usaba Pepita Parachoques). Me medí los demás por no dejar, pero ya me había enamorado de los primeros.  Como el color del vestido era muy diferente del de los zapatos, buscamos una bolsa que combinara con éstos; la encontramos a la primera, y salimos de ahí muy contentas. Cada una se fue a un Wal-Mart diferente, y por teléfono, ella me dijo qué pintura de uñas y de labios comprar, así como cuál maquillaje para tapar las –probables, ajá- imperfecciones de las piernas. Después de la asesoría pasé a su casa por unos aretes que combinaban súper bien con el vestido y en la noche me medí todo para ver qué faltaba. ¡Casi me da el ataque cuando veo que el hermoso saquito no cascaba ni máiz (o sea, que no combinaba), hacía que los colores se mordieran! En eso me acordé de uno que había comprado 5 o  6 años atrás en Kohl´s y que nunca me había puesto. Era como de los años 60´s: línea A, cuellito redondo y manga ¾. Me lo puse con el vestido y los zapatos y me fascinó. Le mandé fotos a mi sobrina, pero como está tonta, no las pudo ver bien, jajaja, no es cierto, es que no tiene compu y no las pudo apreciar en el celular.

Al día siguiente fue ella a Marshall´s y me mandó fotos de dos saquitos. En cuanto pude me lancé a comprarlos pensando en devolverlos al día siguiente si no me gustaban, y efectivamente, ya puestos no me convencieron. No importa, de todas maneras me encantó cómo se veía mi viejo saco nuevo.  Y aquí no me vayan a apedrear, pero al final, y después de mandarles la foto a una de mis hermanas y a dos de mis sobrinas, decidí mejor ponerme los zapatos que ya tenía, pues los otros me parecieron demasiado modernos para la ocasión (¿para la ocasión o para mí? Jajaja).

Total que ya solo me quedaban tres pendientes: el pelo, los perros y los niños. El primero se dividía en dos: tinte y peinado. Para el tinte tuve que  ir al retoque dos semanas antes de lo necesario y como siempre, mi amiga Adriana me lo dejó espectacular… y bueno, ya que menciono su nombre, me voy a permitir hacer un paréntesis para contar algo que me sucedió con ella. Adriana es mi estilista de cabecera desde hace casi 8 años y tiene un carácter hermoso: es muy platicadora, sencilla y sensata…. ¡me encanta su trabajo y siempre me hace sentir especial! Ese día, sin embargo, no fue así. A pesar de que Adriana estaba –como siempre-  de muy buen humor,  la noté rara. Al principio no sabía por qué, luego me cayó el veinte de que era porque me estaba diciendo Laura, ¡jajaja!…ya sé que así me llamo, pero ella nunca me había dicho así y me empecé a sentir un poco incómoda. La incomodidad comenzó a disminuir cuando ella dejó salir un ‘amiga’ en la conversación. Sin pelos en la lengua se lo hice saber, asegurándole que ya estaba mejor. Adriana se rió y me dijo que estaba loca (¡ay nooooo!). A pesar de haberle dicho que me sentía mejor, algo me faltaba pero no sabía qué era.  Casi al final de la cita, mis oídos escucharon un melodioso sonido, la palabra “Laurita”, jajajajajaja, me solté riendo y le dije que eso era lo que extrañaba (¡!) Lógicamente, ella también se atacó de la risa, y llegamos a la misma conclusión: ¡que estoy muy chiple, jajajaja! Pero no es chiplería, es solo que me saca de onda que no me digan como siempre lo han hecho. En fin, después de tan interesante disertación, se cierra el paréntesis.

Volviendo a lo del pelo, ya estaba la primera parte. Solo faltaban  los niños, los perros y el peinado. A los primeros los encargué en casas de dos amigas mías, a cual más de serviciales y lindas. Una vecina, igual de amable, fue la encargada de alimentar a los hijos caninos. Para el peinado, mi esposo sugirió que me lo hiciera en Ohio, pero me horroricé solo de pensar que el avión se pudiera retrasar y que no me diera tiempo, así que decidí mejor ir a peinarme el lunes en la tarde.  Como tengo mucho cabello, la señorita se tardó una hora aproximadamente.

Saliendo de ahí llevé a mi hija a casa de mi amiga, fui a la casa por el puberto, lo llevé con mi otra amiga, me eché un chal como de una hora, y finalmente  regresé a mi casa a las 10. Me estaba muriendo de hambre, y ya le había echado el ojo a una avenita, así que lo primero que hice fue lavarme las manos (obvio, soy hija del Dr. Jurado) y preparármela. Luego terminé de hacer mi maleta y nos dormimos a las 11:30.

LA IDA

A la mañana siguiente nos despertamos muy a tiempo y salimos de la casa a las 5:30. No tenía hambre pero me llevé un Ensure para cuando me diera. Llegamos al aeropuerto, imprimimos nuestros boletos, y me di cuenta que no podía pasar el Ensure a la revisión, así que entre mi esposo  y yo le dimos matarile. Nos revisaron y luego solo esperamos 10 minutos para poder abordar. El viaje se me hizo súper largo, aunque no duró ni tres horas. Yo pienso que fue porque lo único que traía en mi pancita era el Ensure (los muy piedras solo nos ofrecieron bebida) y porque me dolía el cóccix de tanto estar sentada. Al otro lado del pasillo iba sentado un paisano, con pantalón de mezclilla, jersey deportivo, tenis y cachucha. Ya nos habían servido algo de tomar y se me hizo raro que todo el tiempo tuviera la bebida en la mano. Entonces él me preguntó si el sobrecargo pasaría por el vaso para tirarlo a la basura. Le dije que sí, y el chavo, todo nervioso, me contó que era la primera vez que se subía a un avión, que tenía a todo el mundo preguntándole en Facebook cómo se sentía en ese momento. Yo traté de tranquilizarlo, hablándole sobre el bajo índice de accidentes de aviación, comparado con otros medios de transporte. El muchacho se veía muy sano y tenía una historia muy parecida a la de tantos inmigrantes: nacido en México (Torreón), había emigrado a Michigan desde los 8 años con su mamá. Hacía 13 años que no regresaba a su país y no veía a su papá desde entonces. Llevaba ya más de un mes visitando familiares en Guadalajara, Torreón, Durango, Sonora (¿o era Sinaloa?) y Juárez. Sus hijos, esposa y sobrinos le marcaban todos los días para decirle que lo extrañaban mucho… ¡se le iluminaba el rostro cuando hablaba de ellos! Platicamos también de la violencia, pero gracias a Dios él no vio nada feo durante su viaje. Me traía de nervios con el vaso de agua en la mano, así que –toda metiche- le pregunté por qué no lo ponía en la mesita. Me dijo que le daba miedo que se le fuera a caer en las piernas. Yo le aseguré que eso no pasaría a menos de que hubiera una gran turbulencia. Por fin se animó y lo puso. Claro que a los dos minutos pasó el sobrecargo recogiendo la basura… Después de eso, yo intenté dormir un rato y en poco tiempo llegamos a Chicago para transbordar. Mi esperanza era que comiéramos ahí, pero no tuve tanta suerte: como a los dos minutos de haber llegado a la sala de abordaje, empezaron a llamar a los pasajeros (grrr!). Lo bueno es que mi estomaguito es muy obediente y si sabe que no hay comida, no la hace de emoción. Mientras hacíamos fila, nos llamó mucho la atención una niñita hermosa como de 3 años que cantaba como los ángeles y sin el menor asomo de vergüenza. En serio que la escena parecía sacada de una película. No sé qué canción estaba cantando, pero me recordó mucho la película de Steven Spielberg “El Imperio del Sol” (Empire of the Sun), específicamente cuando el niño rinde homenaje a los soldados japoneses, cantando una hermosa canción que le había enseñado su mamá cuando era chiquito… ¡la canción de la niña era muy parecida! Toda la concurrencia estaba igual de emocionada que nosotros. Aparte de la voz y la seguridad de la niña, me fascinó ver la cara de orgullo y de humildad del papá (que parecía noruego, polaco, o algo así) cuando nuestras miradas se cruzaron… Pero la niña no era el único personaje digno de una película, había otros dos que se distinguían: una señora hindú que traía un sari hermosísimo y un señor (árabe, supongo) muy elegante de traje y con un turbante azul marino padrísimo. El sari de la señora hasta a mi marido le pareció bonito… ¡para unos cojines, jajajaja! Y bueno, hablando de él, antes de despegar le dijo a la señora que se abrochara el cinturón, pero ella puso cara de ‘what?’. Sin sonreírle ni nada, solo se volteó hacia el otro lado. Lo primero que pensamos fue: ‘má, ¿pos’ esta?’, pero mi marido, todo lindo, se dio cuenta que la bendita señora no tenía ni idea de cómo abrocharlo, y con mucha paciencia le volvió a decir. El cinturón estaba muy pequeño para ella, así que él le mostró cómo ajustarlo. Una vez que la señora se lo pudo abrochar (el cinturón, jajajajaja), volteó a ver a mi marido con una sonrisa de oreja a oreja, como quien acaba de hacer una vagancia… ¡nos encantó! El viaje duró menos de una hora. Cuando aterrizamos, algunos nos pusimos de pie mientras esperábamos que abrieran la puerta. Yo quedé parada junto a la señora hindú, y le dije señalando su sari: “I like this, it´s beautiful!”, la hermosa señora señaló mi dije plateado de corazón (regalo de mi querida Cuñis Lily y que a todo el mundo le gusta) y exclamó: “Biutiful!” (sic).

EN COLUMBUS

Cuando llegamos a la sala de espera, había varias personas con letreros de papel. En eso vemos a un señor muy alto, sosteniendo un iPad en sus manos, en cuya pantalla se leía nuestro apellido… ¡Wow, eso es modernidad! –pensé-. Muy amable nos saludó, tomó mi maleta y nos guió hacia el estacionamiento. Ahí nos esperaba un carrazo y por supuesto que cuando mi esposo comentó lo bonito estaba, la naca de yo no pude dejar de preguntar qué marca era. Digo naca, porque justo cuando el señor contestó que era un Cadillac, lo vi en el tablero. El señor olía riquísimo, pero ahí sí no me animé a preguntarle el nombre de la loción.

 Me fascinó que Columbus fuera una ciudad tan verde, con árboles y plantas por todos lados. El clima estaba muy bonito y el señor nos dijo que eso era muy raro… Raro para ustedes, dije yo para mis adentros, pues frecuentemente me toca que a donde voy, las condiciones cambian para bien (lo mismo pasó en Chicago). Esto aplica también al tráfico. La mayoría de las veces que hay embotellamientos y que ando en la calle, tengo la fortuna de ir en los carriles opuestos. Yo lo atribuyo a los ángeles que siempre me acompañan.

En 10 o 15 minutos llegamos al hotel y lo primero que nos dijo el chofer fue que meses antes, Obama se había hospedado ahí.

El hotel estaba muy padre, aunque me pareció un poco frío por su decoración minimalista. Nuestra habitación quedaba en el piso 9 desde donde se veía artísticamente decorada la terraza al centro del hotel. Por las ventanas podíamos ver toda la ciudad, incluyendo por supuesto la famosísima Arena, casa del equipo de hockey ‘Blue Jackets’. La puerta del baño era corrediza, me sentía como si estuviera en Japón. Mi esposo bajó a echarse un cigarrito y yo aproveché para inspeccionar el baño (claro, tenía que saber si servía o no, jajaja).  Luego bajé yo también para encontrarme con mi marido. Los dos nos moríamos de hambre, y él, con su olfato de chilaquil, ya había investigado dónde podíamos comer. Muy cerca había un restaurante italiano, pero no había ni un alma en el lugar (¡malo!).  Alguien le había recomendado que fuéramos a un mercado, a dos cuadras del hotel, y eso nos latió más. Entramos y vimos que había puestos de mil cosas (la mayoría de comida). Nos decidimos por unos sándwiches, yo pedí uno de jamón serrano con cebolla caramelizada y pimiento morrón…mmmh!,  mi esposo eligió uno de pavo Sausalito. Le pedimos al chavo que los cortara a la mitad para poder compartir, ¡los dos estaban deliciosos! A pesar de traer la consigna de no comer mucho, no dejamos nada en los platos. Luego compramos unos chocolatitos y regresamos muy satisfechos al hotel para arreglarnos. Cuando entramos a la habitación nos encontramos con una botella de vino y dos copas,  así como un plato con diferentes quesitos y una tarjeta de bienvenida. Aunque ya no podíamos probar bocado, no resistimos la tentación y dimos una probadita… ¡riquísimo! Luego procedimos a la acicalada.

Aunque aparentemente teníamos tiempo de sobra, este resultó apenas justo para mí. Comencé por quitarme las calcetas. Con horror vi que tenía el resorte marcado en los chamorros… lo único que pude hacer fue darme un masaje y pedir a Dios que se me quitara para la cena. Afortunadamente, así fue. Aparte de ese pequeño incidente, según yo, cada detalle estaba perfectamente calculado… claro que a la hora de subirnos al carro me di cuenta que no me había puesto maquillaje en los pies… ¡se veían bien chistosos comparados con las piernas, jajajajaja! Pero bueno, no tuve la precaución de echar el maquillaje a la bolsa, así que fingí demencia. La señora que nos llevó al lugar nos contó un poco sobre una zona por la que pasamos, la más antigua de la ciudad. Nos dijo que muchas de esas casas habían tenido túneles que servían para esconder a los esclavos que venían huyendo del Sur. Mi imaginación voló, pensando en los fantasmas y las historias que cada una de esas casas podría contar.

EL EVENTO

Y bueno, por fin llegamos. El evento año con año se realizaba en el Club Campestre, pero como lo estaban remodelando, en esta ocasión lo habían cambiado a un  jardín botánico e invernadero hermosísimo (Franklin Park Conservatory) que muchas veces se alquilaba para bodas.

En la entrada había muchas flores, nos quedamos con la boca abierta al ver el tamaño y colorido de los tulipanes… Entramos al lugar y nos recibieron unas señoritas, nos dieron nuestros gafetes y una de ellas nos encaminó a la exhibición de mariposas. ¡Estas eran espectaculares, de todos los colores habidos y por haber! Ahí adentro conocimos a otra de las ganadoras que iba con su hermana y su jefa –o sea, su superiora, no su mamá, jajaja-. También nos encontramos a la jefa de mi esposo y se anduvo un ratito con nosotros. Me dio mucha risa ver –despistadamente, claro- que a ella también se le había marcado el resorte de sus calcetas, jajajajaja (claro que el mío eran como columnas y el de ella solo una raya). Mi esposo se empezó a asar y nos fuimos a donde sería la cena. Había música de arpa bellamente interpretada por una muchacha, la cual leía las partituras modernamente en su iPad.  Ahí conocimos a la tercera de las ganadoras y a su esposo. La cuarta ganadora desgraciadamente no pudo asistir porque su papá había enfermado de gravedad. Todo eran sonrisas y abrazos. Gente iba y gente venía, presentándose con nosotros. Una señora como de mi edad llegó muy linda a preguntarnos qué tal había estado el vuelo, qué nos había parecido la habitación y cosas así. Nos explicó que primero sería un coctel, luego pasaríamos a la cena. Luego llegó otra de las organizadoras, igual de amable. Cuando nos presentamos y dije mi nombre, trató de repetirlo en español, lo cual me pareció un pequeño gran detalle pues los gringos por lo general siempre me dicen ‘Lora’.

Nos acercamos a la barra. La jefa de mi esposo me recomendó el Cosmo, el cual es un Martini que se hizo famoso gracias al programa ‘Sex and the City’. Yo jamás había probado un Martini, pero ese se me antojó, ya que era dulzón. Estaba rico. Mi marido dijo que eso era para mujeres y mejor pidió otra cosa. Los meseros pasaban y pasaban con entremeses. Aunque todo se veía delicioso, ya no teníamos espacio para más. En una de esas, una pobre mesera me dice: “¡Nadie está comiendo nada de esto… y nosotros que preparamos tantos!” Me sentí bien mal, pero le expliqué que acabábamos de comer y que todavía faltaba la cena. Toda linda me preguntó a dónde habíamos ido y agarramos brevemente el chal. Como a la media hora hicieron su aparición los Chiplocles: el mero mero de la compañía, el fundador de ésta, y otros McClains. Con una gran sonrisa, se acercaron a conocer a cada uno de los ganadores y a sus acompañantes. Platicaron un buen rato con cada uno de los primeros, mostrándose muy interesados en ellos. Y es que teniendo puestos tan altos, y con tanta gente a su cargo, es prácticamente imposible conocer “a los de a pie” (bueno, los de “bici”). Y hablando de “a pie”, la muy mensa olvidé unas esponjitas que había comprado para los zapatos, los cuales me estaban matando. También había olvidado unos curitas que pensaba utilizar para lo mismo… ¡grrrr! Y es que nunca me acordé que los gringos acostumbran tener sus reuniones sociales de pie… ¡háganme el c… favor! Decidí tomarme dos antiinflamatorios que traía en la bolsa, a ver si me ayudaban en algo. Luego me acerqué a una de las organizadoras (la que nos había preguntado qué tal estaba todo) y le pregunté cuánto faltaba para que pasáramos a la mesa. Le conté que no aguantaba las patrullas, y lógicamente bajó la vista para ver mis zapatos… jajaja, en eso me acordé que mis piecitos eran de otro color… ¡ni modo! Le dije también que no me acordaba que las reuniones gringas eran de pie y le platiqué de una que tuvo lugar en casa de la jefa de mi marido a la que había ido con unas botas de tacón exageradamente alto. En esa ocasión me pasé la noche recargando el peso de un pie al otro. Desgraciadamente ahora no lo podía hacer, ya que eso me provocaba un dolor más grande. La señora también se sinceró conmigo y me dijo que si unos zapatos no son cómodos la primera vez, no los vuelve a usar, y me mostró los que ella traía (muy cómodos y bonitos). Gracias a Dios  faltaban solo 10 ó 15 minutos para pasar a la mesa. Me regresé a la bolita en donde estaba mi esposo y de repente me empecé a sentir muy mal. No sé si fue el calor (estábamos en un invernadero), el Martini, las pastillas, o la combinación de las tres cosas, pero empecé a sudar frío y a sentirme muy débil. Le dije a mi marido que me sentía mal y que me iba a sentar. Casi llorando (por mis piecitos) me fui a unas banquitas. Mi esposo me alcanzó en un minuto. Me daba pena que estuviera conmigo, lo que menos quería era hacer un pancho. Afortunadamente, el fundador de la compañía se vino detrás de él y comenzó a interrogarlo acerca de su trabajo, eso me hizo relajarme un poco. A  los 5 minutos nos pidieron que pasáramos a la mesa (yay!). Ya mi marido me había platicado la mecánica del evento, pues a él le había tocado asistir tres años atrás cuando uno de sus empleados fue uno de los ganadores. En cada mesa se sentaba un ganador con su pareja, su jefe (a), un ejecutivo de muy alto rango y un comodín (el mero mero -o sea el chipocles mayor-, el fundador de la compañía, y el mero mero de Recursos Humanos). Estos tres últimos se rotaban de mesa en mesa. A nosotros nos tocó empezar con Chipocles mayor. Me encantó ver que tanto él como todas las personas que ahí se encontraban, eran de lo más sencillas. Nos acompañó durante la ensalada, la cual estuvo riquísima. Platicó mucho con mi esposo, mientras los otros dos – todos lindos- le decían lindeces de su trabajo y de su persona (o sea, de mi viejo). Después de la ensalada vino una señora muy amable a nuestra mesa a pedirle a Chipocles que se pasara a la siguiente. Así lo hizo y tomó su lugar el fundador de la compañía. Él nos acompañó durante el pescado. Este no me fascinó (el pescado, porque el señor sí era buena onda). Cuando se hubo ido a la otra mesa (el señor, no el pescado, jajaja) y vino el postre, tomó su lugar nada más y nada menos que… ¡la señora a la que le había dicho que me dolían los pies, jajajajaja! Me dio tanta pena, y por supuesto que se lo comenté. Todos nos atacamos de la risa. A la hora del cafecito, mi nueva confidente se levantó para comenzar la ceremonia de premiación. Comenzó explicando que este era un reconocimiento sumamente importante y que para todos ellos era un honor contar con personas tan valiosas como mi marido y las otras tres señoras. Pasaron a hablar los otros dos personajes, a cual más de sencillo y carismático. Luego tomó la palabra la jefa de una de las ganadoras. Se expresó muy bonito de la señora, diciendo que ella debería de ser su jefa y no al revés. Pasó la ganadora al frente, le entregaron su premio, y como buena vieja, no pudo decir ni una palabra. Lo mismo pasó con la otra: su jefa dijo lindeces, ella recibió su premio y se retiró llore y llore. Y claro, lo mejor estaba para el final… pasó la jefa de mi marido a decir puras verdades: que era un gran líder, carismático, comprometido, ejemplar, etc., claro que yo estaba con el ojo de Remi… Luego pasó mi rey a que le dieran su premio y él no lloró, jajaja, de hecho dio un discurso muy bonito. Primero felicitó a las otras ganadoras, platicó acerca de la junta de comunicación en la que le habían dado la placa, cómo había escuchado emocionado lo que cada uno de sus empleados dijo acerca de su persona, y que de repente había volteado al fondo del salón y había visto a su familia. Dijo que en ese momento se dio cuenta de la conexión entre el logro profesional y lo personal, y que eso lo había matado…y ahí sí se le quebró un poquito la voz. Terminó diciendo que lo más importante para él era el impacto que este premio tendría para su familia.

Después de eso, se tomaron miles de fotos y todo el mundo se empezó a despedir. Afuera nos esperaban ya los carros para llevarnos de regreso al hotel. Llegamos en 10 minutos, y lógicamente lo primero que hice al salir del elevador fue quitarme los zapatos… ¡ya no los aguantaba! Comimos un poco más de los quesitos, tomamos un poco de vino (la verdad yo  solo le di un sorbito) y nos dormimos emocionados por haber vivido esa hermosa experiencia. El avión, la comida en el mercado, el evento, los quesitos y el vino habían sido –sin querer- una mini luna de miel que los dos disfrutamos al máximo.

EL REGRESO

A la mañana siguiente desayunamos y el mismo señor que nos había recogido del aeropuerto fue por nosotros al hotel. Ahora sí no me quedé con las ganas y le pregunté el nombre de la loción. Hombre al fin, dijo que su esposa era la que las compraba y él solo se las ponía, pero creía que la que se había puesto un día antes era Gucci.

Llegamos con mucho tiempo al aeropuerto. Alcancé a comprar unas chucherías y subimos al avión. Podemos decir que llegamos a Chicago en un abrir y cerrar de ojos, ya que los dos nos dormimos. Faltaba un buen rato para que el siguiente avión despegara, así que nos dirigimos a la sección de restaurantes. Nos cerró el ojo uno de sándwiches, yo pedí uno de atún y mi esposo no me acuerdo de qué. Al momento de pagar notamos el acento mexa de la cajera. Nos contó que era del Estado de México. Mi esposo se identificó también como chilaquil y los dos se pusieron a platicar. La verdad es que los sándwiches no estaban tan ricos como los de Columbus, pero la actitud amable de la cajera hizo que lo pasáramos por alto.

De ahí nos fuimos a la sala de abordaje. En el camino pasamos por un pasillo hermoso lleno de muchas banderas… ¡me encantó! Me llamó la atención ver a un par de mamadolores ( o sea fortachones) agarraditos de la mano. Digo que me llamó la atención, porque a pesar de que la homosexualidad ha ganado terreno, no es muy común ver esto. Me dio gusto por ellos.

Finalmente abordamos nuestro último avión. Delante de nosotros venía un señor con una chamarra que traía el logo de “Habitat for Humanity”, la organización que hace casas para gente necesitada. Se nos hizo muy curioso, pues durante la cena mi esposo había dicho que le encantaría cooperar con ellos. Mi marido entonces le preguntó si él trabajaba para esa organización, pero el buen señor ni siquiera sabía que su chamarra tenía un logo, jajajaja. No importa, creo que ese detalle fue una llamada de los ángeles o del universo para validar el sueño de mi esposo.

Llegamos a El Paso con el tiempo justo para ir a recoger a los hijos de sus escuelas, volviendo a nuestra rutina con renovados bríos.

Ya para concluir solo me resta felicitar nuevamente a mi rey por ese merecido reconocimiento. ¡Me llena de gran orgullo el ser parte de tu vida y que tú seas parte de la mía! T.A.

p.d. No pongo ninguna foto de mi esposo porque a él no le gusta, ¿OK?

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