Golpeada por la realidad

Hace unos días me golpeó la realidad de una manera muy fea. Les cuento. La semana antepasada se presentó por primera vez una señora a trabajar aquí en la casa; venía súper recomendada por una persona con la que duró años. Nos fascinó su forma de ser, toda dulce y cariñosa, dicharachera (o “dichosa” como ella dice), súper trabajadora y consentidora. Ese día limpiamos la alacena de pé a pá. Pues bien, a los ocho días volvió a venir y me ayudó a limpiar los gabinetes de la cocina. Sacamos tooooodo y los reorganizamos. Al igual que la semana anterior, le regalé algunas cosas de lo que habíamos revisado, llenando varias bolsas y una maleta. La llevé a su apartamento. Me estacioné y nos bajamos con todo el chacharerío. Me sorprendió gratamente que el lugar, el cual es un conjunto habitacional que le renta el gobierno, estuviera tan limpio. Subimos por el elevador y pronto llegamos a su puerta. Toda linda, me invitó a pasar y comenzó a enseñarme su pequeño pero acogedor hogar. Me mostró las fotos de sus hijos, los vivos y los muertos (me dio mucha ternura que a dos de éstos les tenía unos monitos de peluche, aún cuando habían muerto ya grandes). Cuando pasamos a la cocina, abrió el refri y casi me voy de espaldas cuando veo que solo tenía una naranja ya medio vieja, un aderezo y no sé qué otra cosa más (nada muy sustancioso). Le pregunté que qué iba a cenar y me dijo que ya había cenado con nosotros (acabábamos de comer un delicioso arroz y unos chilitos rellenos amorosamente preparados por ella). Como solo se había comido un chile y muy poquito arroz, le dije que le iba a dar hambre, pero respondió que no, pidiéndome que no la hiciera sentir mal. Nos despedimos con un abrazo y un beso y en cuanto me subí al carro, rompí en llanto… ¡me sentí tan miserable! ¿Por qué no le di comida para llevar? ¿De qué le iba a servir todo lo que le había regalado si nada de eso era comestible y a esas horas no podía salir a comprar nada? Sentí como si estuviéramos en tiempo de guerra, en donde el dinero no servía para alimentarse, pues no hay nada qué comprar. Recordé mi refrigerador lleno de comida y me sentí chinche… Por un momento, pensé en ir a comprarle una hamburguesa, pero tampoco la quería ofender. Decidí dejar las cosas así, pidiéndoles perdón a Dios y a ella por ese tremendo error de omisión. Lloré, lloré y lloré como por 20 minutos, prometiéndome nunca más dejarla ir sin algo para su despensa.

Aún con el corazón apachurrado, me pasé a recoger a mi hijo a la casa de un amigo. Cuando se subió al carro, me mostró, muy entusiasmado, una botella con aproximadamente 20 ranitas que había atrapado para regalárselas a su novia. Le pregunté si su mamá estaba de acuerdo y dijo que sí. Casi llegando a la casa de la susodicha, vimos una ranota (¿o sería sapo?) a media calle… Como si fuera un niño de 8 años, mi adolescente-casi adulto se bajó de un brinco y la tomó en sus manos. Tocó a la puerta de la novia. Yo lo esperé en el carro, pero pude ver la carita de emoción de la muchacha y escuchar las carcajadas de la mamá. Después de unos minutos regresa mi hijo al carro… con la ranota en la mano, jajaja, ¡no se la aceptaron! Lo mando de regreso a pedir una caja, se la dan y en el camino nos vamos esquivando ranas. Ya casi para llegar a nuestra casa, mi hijo me pide que lo deje quitar las que están en plena calle. Así lo hace y más adelante las tiramos en un estanque. El verlo tan feliz me hace dar gracias a Dios por la compasión de mi hijo y me doy cuenta que la tristeza y la sensación de “chinchez” han desaparecido.

Durante los días siguientes no puedo dejar de pensar en el incidente, pero ya sin sentimiento de culpa. Una semana más tarde, la señora regresa y cumplo la promesa que me hice.

Por todo lo anterior, los invito (y me invito también) a que independientemente de que den ropa, artículos para el hogar, trabajo o dinero a las personas necesitadas, siempre que puedan, incluyan algo de comer. Recordemos que el hambre es canija.

Muchas gracias.

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