DESCUBRIENDO Y REDESCUBRIENDO TESOROS

Como muchos de ustedes saben, hace unos días estuvimos de asueto en los Estados Unidos, por lo que mi familia y yo aprovechamos para tomar unas vacaciones.

Todo comenzó el sábado cuando llegamos al aeropuerto de Ciudad Juárez. Unas amigas me habían dicho que como iba a viajar por Vivaaerobús, me recomendaban que nos fuéramos con mucha anticipación, para no arriesgarnos a perder el vuelo. Así lo hicimos, llegamos dos horas antes y para nuestra sorpresa, nos dijeron que el avión estaba retrasado y que en lugar de salir a las 4:30, saldría a las 7. Tratando de no dejar que eso echara a perder nuestras vacaciones, nos fuimos al restaurante. Mi esposo nos sugirió que saboreáramos la comida, pues íbamos a estar ahí  5 horas. Mientras esperábamos en el restaurante, escuchamos que llamaban a los pasajeros del viaje a León (nosotros íbamos a Guadalajara). Luego comenzaron a hacer limpieza y nos tuvimos que ir a esperar a otro lado. Y nos dieron las 3 y las 4, las 5 y las 6 y las 7… como a las 8 nos piden que pasemos a la puerta X. Ahí vamos con toda la perrada a formarnos y de repente vemos que no es para abordar, ¡sino para que nos dieran sodas, papitas y galletas… OMG! Obvi que me hice la digna y no me formé, pero al rato comenzó a apretar la tripa y dejando a un lado a mi otro yo (ese que está clavadísimo comiendo solo cosas nutritivas –alimentos vivos- y que gracias a ello ha bajado la inflamación de la panza) me paré muy humildita a recibir unas galletas. La ilusa pregunté si tenían botellas de agua. No, pura bebida carbonatada retacada de azúcar y de porquerías, contestaron (jajaja, no es cierto, pero así me sonó). Sin llorar. Me pasé unas tres o cuatro galletas con pura saliva y dejé el paquete a medias.

Después de esa bomba, los ánimos comenzaron a caldearse, ya que eran ya las 8:30 y ni luces del avión. Alguien dijo que lo que había pasado es que nos iban a mandar en el que se había ido a León… Viva México, me cae. Comenzamos a sulfurarnos y luego recordamos que habíamos pagado una cuarta parte del vuelo de Aeroméxico y se nos pasó.

Por fin, a las 9:30 de la noche comenzamos a abordar. En cuanto nos subimos, mi esposo y yo nos ‘jetoneamos’ y abrimos los ojos cuando estábamos a punto de aterrizar.

Recogimos las maletas, nos fuimos por el carro de renta y nos dirigimos al hotel. Éste se encontraba en pleno centro, el cual está en remodelación. Dimos vueltas y vueltas y no dábamos con la dirección… hasta que se me ocurrió hablar al hotel. Muy amables, nos mandaron a un estacionamiento y fueron por nosotros con un diablito. Nos venimos durmiendo como a las 2 de la mañana.

Al día siguiente nos deleitamos con la vista maravillosa de la catedral desde nuestra habitación. Desayunamos unos chilaquiles wannabe y salimos a caminar y a tomar un paseo en calandria. Yo tenía sentimientos encontrados por el inocente caballo. Mi hijo trató de consolarme, diciéndome que no se veía flaco ni maltratado… en fin. Recorrimos buena parte del primer cuadro de la ciudad, exclamando “aes” y “oes” (diría la ridi de mi mamá) al por doquier. Luego nos fuimos caminando al mercado de San Juan de Dios. Ahí comimos unos sopecitos (bueno, yo, ellos comieron otras cosas) y dimos el rol por los puestos. Mis tres acompañantes se ajuarearon de zapatos y ropa.

Intenté ver a mi sobrina Pame que vive allá, pero estaba trabajando y ya no se pudo. Regresamos al hotel por nuestras cosas y salimos para Aguascalientes. En el camino comencé a mensajearme con Juan, el patriarca de la querida familia que tuvimos el placer de conocer dos años atrás y que mencioné en la gunicharrita del 13 de octubre de 2013 (Un Regalo de Dios). Quedamos que él y su esposa Dulce nos encontrarían a la entrada de la ciudad, para de ahí guiarnos al cine. Ahí, sus hijas ya estarían esperando a los nuestros para ver una película de estreno. Así lo hicimos… cuando los tuvimos frente a frente, no lo podíamos creer. ¡Por fin nos volvíamos a ver! Llegamos al cine y me encantó el hecho de que sus hijas fueran con un grupo grande de muchachos y muchachas, todos súper sanos.

Los dejamos ahí y nos fuimos los cuatro a cenar. Pronto recordé que Juan era bastante chistín y pasamos el tiempo atacados de la risa.

Al poco rato llegamos a su casa, la cual está ubicada en un fraccionamiento hermoso. Nos sentimos abrumados cuando nos dieron su recámara para que mi hijo se quedara con nosotros  en un colchón… eran demasiadas atenciones.

Los niños regresaron del cine fascinados y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente pasamos a conocer la congre, un lugar padrísimo que los Valtierra iniciaron hace poco y en donde se juntan (se congregan pues) para orar los jueves y para la alabanza los domingos. Para los que no estén muy familiarizados con la religión cristiana (que es la de nuestros amigos), según lo que yo entiendo, un pastor puede abrir una iglesia (no sé si se le llame así), como lo hicieron ellos, y la renta y los gastos del lugar son pagados por toda la congregación (bueno, por quien guste). Claro que si nadie coopera, la familia del pastor es la que le entra al quite, pero por lo que Juan y Dulce nos dijeron, gracias a Dios ahí van con los gastos. Mi esposo y yo nos quedamos con el ojo cuadrado al ver la obra tan grande que esa pequeña familia está haciendo por los jóvenes de Aguascalientes y aunque yo no soy cristiana, me encantaría vivir allá solamente para acompañarlos y vivir esa experiencia tan linda.  Sus tres hijas y otros jóvenes están a cargo de la parte musical, ya que todas son muy talentosas.

No pudimos quedarnos mucho tiempo porque ya nos esperaban a comer unos primos a los que no veía desde hace varios años, pero con los que me mantengo en contacto por el feis. ¿Qué les puedo decir? Los cuatro hermanos y el esposo de Pilar, la que organizó la comida, son lindísimos y nos hicieron sentir muy queridos. Mi hijo se emocionó porque por fin podría pistear legalmente en México, ya que recién cumplió los 18. Mis primos (los que no vivían en esa casa, obvi) fueron llegando de uno por uno, así como mi sobrina Menis que está a punto de terminar su carrera allá. Como Pilar y yo habíamos estado batallando de lo mismo (la inflamación), toda linda, me preparó una comida especial… ¿así o más chiple? El tiempo se nos hizo corto y tuvimos que despedirnos porque teníamos planes con los Valtierra y la mamá de Laura (la chica que vivió con ellos aquí en El Paso).

Nos despedimos sin ganas de retirarnos, contentísimos de pasar un rato muy agradable con personas tan sencillas y queridas.

Menis se vino con nosotros. Pasamos por los Valtierra a su casa y nos dirigimos al bellísimo Jardín de San Marcos, en donde nos habíamos quedado de ver con Laura y su mamá. El jardín estaba repleto de esculturas de bronce, así como de diferentes puestos. Me sorprendió la educación de los vendedores que caminaban entre la gente, ya que se acercaban como no queriendo molestar y nos pedían disculpas por ofrecernos sus productos. Si les decíamos que no, no insistían, daban las gracias y se despedían con mucha amabilidad. Esto es algo que jamás habíamos visto. Mientras platicaba con Dulce, se acercó una señora a ofrecernos unas plumas; no le compramos nada. Como a los veinte minutos se volvió a acercar, solo que ahora iba yo con mi marido. Ella comenzó a hablar, pero en cuanto me vio, dijo: “Ay, disculpe… a usted ya le había ofrecido”, y se retiró. Me pudo encantar su prudencia.

Las niñas Valtierra quisieron probar las famosas chascas (elote desgranado con chilito y todos sus arrimadijos) y yo no quise quedarme atrás. Le puse de un ajonjolí que tenía un poco de aceite y algo picante… casi se me salen los ojos… ¡era chile habanero! Le pedí al señor que le pusiera un poco más de crema (que no debo, pero en fin) y medio se compuso, pero al final terminé tirándolo pues comencé a sentir el estómago revuelto.

Después de caminar un rato y de pasar por una cajita de Sal de Uvas, nos dirigimos a una placita con diferentes restaurantes. Nosotros no teníamos hambre, habíamos comido súper bien con los primos, pero todos los demás sí cenaron.

Me llamó la atención que una señora ya grande y de apariencia humilde se paró como a dos metros de donde estábamos nosotros, y sin decir nada, nos transmitió su necesidad. Mi esposo se levantó de la mesa para darle algo de dinero. La señora, amabilísima, le dio las gracias con tanta educación que nos dejó con el ojo cuadrado.

Al día siguiente nos fuimos a Guanajuato con Juan, Dulce y Fer, una de sus hijas. Conforme nos íbamos acercando a la ciudad, yo sentía que algo brincaba en mi pecho… estaba súper emocionada, pues mi mamá había nacido en ese estado (digo, no íbamos a ir a su pueblo, pero el hecho de estar ahí era más que suficiente para mí).

Pasando la primera caseta de la ciudad, vimos unas personas de la Secretaría de Turismo. Nos ofrecieron un tour por la ciudad que duraría cinco horas. Estacionamos los carros y esperamos a que llegaran por nosotros. Mientras eso sucedía, yo llamé a la Secretaría de Turismo solamente para confirmar que dichos puestos estuvieran autorizados (la desconfiada y unos compas…).

Por fin llegó la camioneta que nos llevó a comer a un hermoso restaurante (Casa Valadez) ubicado en el Jardín Unión. Éste es una pequeña plaza con árboles tan tupidos que se unen, formando una sola copa… ¡hermosísimo! Comimos opíparamente y después de eso, caminamos un poco por el lugar. Todos estábamos emocionadísimos y asombrados con tanta belleza. Cuando llegó la camioneta para comenzar el tour, el chofer nos pidió que le pagáramos, sin embargo el muchacho con el que lo contratamos, nos había dicho que eso sería al final. El señor comenzó a sulfurarse diciendo que le ofendía que desconfiáramos de él (LOL), pero mi marido y Juan no cedieron. Para colmo, cuando estaba la discusión más acalorada, llegó un tránsito porque estaba mal estacionado y le quitó una placa. Yo no paraba de repetir “amo y agradezco la justicia perfecta, amo y agradezco nuestra seguridad perfecta, amo y agradezco la tranquilidad perfecta del chofer”, etc.

Más enchilado que la chasca de la noche anterior, el chofer comenzó el tour. De repente, mi esposo como que se empezó a paniquear cuando no supo para dónde nos llevaba, y medio me contagió, pero recordando que esos decretos no fallan y que íbamos con los Valtierra, nada malo podría pasarnos. Y así fue. El señor nos llevó a un mirador con una vista espectacular, luego cambiamos de chofer (gracia a Dios) y nos dirigimos a un lugar donde vendían piedras, y saliendo de la demostración, al Museo de la Inquisición… ¡qué cosa más horrible! Yo no podía dejar de pensar en lo bajo que la humanidad había caído con la dizque “santa” inquisición, pero luego me pasó por la mente que tal vez en alguna otra vida, yo participé en actos igual o peor de abominables. El final del recorrido en el museo era visitar una mazmorra, pero Dulce y yo solamente bajamos unos cuantos escalones. Ella, porque es claustrofóbica, yo porque el lugar olía a puro moho y no quería respirarlo.

De  ahí nos llevaron a una mina, a la que tampoco bajamos ni ella ni yo. Lo último sería visitar a las famosas “tías” de todo mundo, las que “están bien paradas” (chiste más viejo que mi abuelita), pero como ya habíamos visto dos en el museo, les pedimos que mejor nos dejaran en el mercado. Durante el trayecto me fui aspirando el embriagador perfume de una florecita de huele-de-nocheque había arrancado en la entrada de la mina. Ese olor me transportó a mi adolescencia, ya que en el jardín teníamos sembrada de esa hierba y la casa se llenaba de su exquisito aroma al caer el sol. No pude evitar recordar la vez que mi querida tía Bibita fue a visitarnos, y tomando  un florero que había en la mesa con una de esas florecitas, dijo: “Esta plantita… huele… huele de noche”,  y como somos todos bien viborones, nos botaneamos de lo lindo con ese comentario tan obvio, ¡jajaja, perdón tía!

Pues por viborona, al llegar al mercado, Juan me hizo notar que traía la nariz pintada de amarillo, ¡jajajaja, esa Bibita se vengó desde el Mas Allá, usando el polen!  Rápidamente me lo quité y entramos al mercado. Nos quedamos maravillados con la cantidad de puestos que ahí había y con el tamaño de las guayabas. Yo me compré una bolsa de Frida que me costó 170 pesos y que me encantó.

Y por fin se llegó la hora de lo que yo tanto anhelaba de este viaje: la callejoneada. Yo me acordaba que cuando mi hermano Virgilio iba a entrar a la universidad, llegó a pensar en estudiar en  la ciudad de Guanajuato, así que un día nos fuimos los ocho (mis papás y sus seis hijos) a conocer su probable alma mater. No recuerdo muchas cosas de aquel viaje, solo que nos tocó caminar detrás de una estudiantina y que lo pasamos de lo mejor.

En el restaurante se había acercado uno de los miembros de uno de esos grupos a ofrecernos una callejoneada a las 8:30. Por desgracia, ya era muy tarde para nosotros. Le preguntamos si había algo más temprano, dijo que sí, que estaba dispuesto a conseguir unos cuantos compañeros si les pagábamos la ‘módica’ cantidad de $3,000. Bueno sí ajá, yo le aviso. Por fortuna, minutos después se acercó otro que nos ofreció lo mismo, a solo 100 pesos por persona. De aquí somos, dijimos, y compramos los boletos.

Habíamos quedado de vernos en los escalones del Teatro Juárez, por lo que tuvimos que caminar un buen tramo del mercado. ¡Qué ciudad tan hermosa, estábamos todos extasiados! Por fin llegamos y esperamos solo unos minutos. Mientras estábamos sentados en los escalones, llegó un señor a ofrecer un chal con la imagen de Frida y no es que a mí me fascine ella, es solo que ese chal me encantó, por lo que mi marido accedió a comprarlo. Yo tenía en mente ponerlo en un bastidor, igual que lo había hecho la prima Ale Sosa con un pareo.

Y por fin comenzó el guateque. El corazón parecía salirse de mi pecho… ¡aquello era tan diferente a todo! Yo no era la única que lo disfrutaba, los de la estudiantina nos tenían a todos aplaudiendo, atacados de la risa. Lo único malo es que nos invitaron a mi esposo y a mí, junto con otra pareja a hacer el oso en una pequeña obra, jajaja.

Y comenzamos a caminar siguiendo a la estudiantina que cantaba canciones nuevas y viejas. Y caminamos y caminamos y caminamos. En la primera parada nos dieron unas ranitas bastante naquitas de cerámica, con un agujerito en la trompa y una especie de tubo en la parte superior del cuerpo (de regreso en la aduana, el gringo que revisó la maleta por los rayos X dijo que era un bong, jajaja). Luego nos detuvimos en una especie de balcón, al que subimos todas las mujeres, y los hombres nos llevaron serenata… me encantó que mis hijos vieran eso. En la tercera parada, comenzaron a repartir jugo de naranja, ya que ya no se permite pistear en la calle. Con lo especialita que soy, obviamente no quise que me sirvieran nada en algo que de seguro ni habían lavado. Mis hijos y la mayoría de las personas sí le entraron, se veía que era todo un show poder tomarle, hubo varios que lo único que lograron fue mojarse la ropa. En fin. De ahí nos fuimos a otro de los lugares emblemáticos: la Universidad de Guanajuato… ¡qué cosa más hermosa! Por último visitamos el Callejón del Beso, al que fuimos entrando de uno por uno. Mi esposo y mi hijo se habían desviado a hacer una parada sanitaria, por lo que mi hija y yo bajamos solitas. Casi al llegar al escalón donde supuestamente Ana y Carlos se habían besuqueado, apareció mi marido del otro lado de la calle. Le grité que corriera para besarnos y así lo hicimos, ante los aplausos y porras de la concurrencia y la lógica incomodidad de mi hija, jajaja.

Nos paramos a cenar en un restaurante, pero tuvimos que levantarnos porque nos dijeron que se iban a tardar. Tomamos dos taxis y nos dirigimos al estacionamiento donde habíamos dejado los carros. Cerramos la noche en un restaurante de taquitos, donde me tuve que recetar unas deliciosas y grasientas quesadillas (digo “tuve”, pues era lo único que no llevaba carne).

Llegamos a Aguascalientes todavía emocionados y yo di gracias a Dios por ese gran día y por esas maravillosas vacaciones. Me encantó que mis hijos tuvieran una probadita de lo que México es, que pudiéramos todos volver a ver a nuestros queridos amigos y familiares y quedamos convidadísimos a regresar.

No faltará quien diga que fue muy poquito tiempo, que así ni saben las vacaciones, pero por fortuna mi familia y yo no pensamos así. El ver las fotos que tomamos (especialmente mis hijos) de las personas queridas, los hermosos paisajes, los bellos atardeceres y los imponentes edificios es prueba de que nuestro corazón sabe valorar la belleza, independientemente de cuánto dure la experiencia.

Y por eso, una vez más, solo puedo decir: ¡gracias Dios!

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