Viviendo con las consecuencias de nuestras decisiones

Últimamente me he acordado mucho de mi papá y no nada más por ser Día del Padre sino porque he estado lidiando con las consecuencias de una decisión que él y mi mamá me dejaron tomar hace muchísimos años. Les cuento. 

Cuando yo tenía 10 años, Patricia mi hermana descubrió que yo tenía escoliosis. Me llevaron a consulta con un Ortopedista en Chihuahua, quien dijo que por el momento no había nada qué hacer, pero que dos años después debería de volverme a revisar. Durante ese tiempo, mi papá no se quedó cruzado de brazos y me puso unos ejercicios para contrarrestar la curvatura de la columna. Cuando cumplí los 12, nos fuimos a la ciudad de México en búsqueda de dos grandes cirujanos: el Dr. Alfonso Tohen Zamudio, maestro de mi papá en la escuela de Medicina y autor de varios libros de ortopedia y el Dr. Eduardo R. Luque (q.e.p.d.), quien en ese momento era el mejor cirujano de México. Uno de mis primos más queridos -el Gordo Esparza- estaba haciendo su residencia con él y nos lo había recomendado ampliamente.

El lugar en donde tenía su consultorio el primero era un hospital muy antiguo. Después de torturarme con un enema (¡horrooooooor!) me tomaron una radiografía; el diagnóstico fue que efectivamente necesitaba operación, pero lo peor es que tendría que durar 9 meses enyesada del cuello a la cadera… ¡plop!

Afortunadamente, nos quedaba la otra opción. Desde que llegamos a su consultorio nos dimos cuenta que era otro rollo; éste estaba ubicado en una zona muy ‘nice’ de la ciudad de México y era muy moderno. Quedé impresionada con el concepto del lugar: una agradable sala de espera y varios cuartos de exploración. Después de tomarnos los datos nos pasaron a uno de éstos, me dieron una bata y esperamos al doctor. Este entró con una gran sonrisa, revisó las radiografías, hundió su mano en mi espalda enderezándola por un momento y luego me dijo con una gran sonrisa: 

—Esto se arregla fácilmente, ¿te quieres operar?

Sin pensarla ni un momento y contagiada por su entusiasmo, respondí que sí. Mis papás temblaban de miedo por dentro, pero permitieron que yo tomara la decisión. Años después, cuando leí una carta que mi papá había enviado al periódico El Heraldo de Chihuahua para el concurso “Carta a mi Hijo”, supe lo aterrados que ellos habían estado por eso. Y es que la situación era muy difícil: si no me operaba, la curvatura seguiría y probablemente llegara un momento en el que las costillas aplastaran los pulmones, pero la intervención en sí también presentaba un riesgo, ya que yo sería el Conejillo de Indias (es cierto, la operación fue filmada y utilizada por el Dr. Luque en varios congresos alrededor del mundo) y me abrirían como un pez (palabras textuales de mi primito el Gordo).

Para no hacerles el cuento largo, solo diré que la operación fue un éxito y la recuperación también…  mis papás por fin pudieron respirar aliviados… claro, después de pasar el susto de su vida cuando estuve a punto de morir. Había perdido mucha sangre, pero gracias a que mi adorada madre no me quitó la vista de encima y se pudo percatar de que mis labios se estaban poniendo morados, avisó de inmediato a las enfermeras y aquí me tienen  vivita y ‘blogueando’ (LOL!).

Bueno, ¿y por qué me he acordado de eso? Ah pues porque esa operación en la que me implantaron unas varillas y que me libró de un destino incierto, últimamente ha cobrado la factura en otras partes de mi cuerpo. Resulta que los ligamentos cercanos a las rodillas quedaron tan tensos que movieron la rótula de lugar. Algo similar pasó con mi hombro pues se quedó como engarrotado, haciendo que el inocente del hombrito derecho cargue con todo el peso, causando dolor e inflamación en el izquierdo y en la clavícula. Y bueno, además de eso está el pesadísimo tratamiento de 48 semanas al que tuve que someterme hace seis años por haberme contagiado de hepatitis C durante la transfusión de sangre cuando casi me moría. Afortunadamente, sobreviví tanto al tratamiento como al virus y aquel ha quedado ya erradicado de mi sangre.

Pero ¿saben qué? A pesar de que he tenido que ir a fisioterapia y debo hacer ejercicios de estiramiento de por vida y abstenerme de cargar cosas pesadas, no me arrepiento ni un segundo de haberme operado. Es más, aunque mi vida diera un giro completo a causa de esa operación, tampoco lo haría, ya que el Dr. Luque y mis padres me dieron la oportunidad de llevar una vida como la de cualquier otra adolescente: bailé, hice ejercicio, me divertí (bueno, eso de ‘hice ejercicio’ fue ya de grande pues en la escuela siempre ponía de pretexto la operación y llevaba un justificante de mi papá para no entrar a las clases de Deportes, jajaja), y años después, pude tener la dicha de ser madre. Eso sí, no me pudieron poner la raquianestesia (conocida como ‘ráquea’, ‘raquia’ o ‘epidural’) porque mi espalda no se dobla y para eso hay que hacerse bolita, pero ¡éjele, ‘quialcabos’ que ni la quería!!!

Y bueno, esos altibajos –por así decirles- me hicieron ver la importancia de tomar decisiones y de aceptar el resultado de estas. 

¿Se imaginan cómo sería la vida si todo estuviera ya escrito y no hubiera que decidir nada? Yo sí. O por lo menos, así me imaginaba las cosas cuando era niña. En la escuela creía que las Madres tenían un cuaderno con toda la información de lo que sucedería cada día: qué temas se tratarían, qué preguntas haría la Madre y a quién, así como qué contestaría cada niñ@… Jajaja, ¡qué terrorífico que hasta el más pequeño detalle de nuestra vida estuviera –literalmente- ya escrito! 

Creo que es mejor correr el riesgo de equivocarnos al elegir nuestro destino y luego aceptar las consecuencias. Esa es la belleza del Libre Albedrío. 

Y bueno, para terminar, permítanme compartirles dos frases. 

La primera, de un maestro que tuve en el Tec (el Ing. Baltazar) y que encierra muchísima sabiduría: 

“La peor decisión es la que no se toma”.

La segunda, muy utilizada por mis hermanas y por mí:

“¿Seré indecisa o no?”… jajaja 

¡Mejor me despido, hasta la próxima!

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