Vecinos II

¿Se han fijado que cuando uno se cambia de casa hay muchos factores que se pueden elegir? Me refiero al rumbo, la calle, la casa, el color, el tipo de construcción (de uno o dos pisos), que tenga o no alberca, con o sin jardín, vista, seguridad, etc. Sin embargo, aunque también podamos escoger el vecindario, es rarísimo que elijamos a nuestros vecinos. Y qué mal, porque ellos pueden hacernos la vida más placentera, más difícil… o simplemente pasar desapercibidos. 

Yo he tenido la fortuna de contar con excelentes vecinos desde que nací (en Nuevo Casas Grandes, Chih.) hasta la fecha. La vida mandó a mis papás a vivir enseguida de un hermoso matrimonio: Don Manuelito Villalobos y su esposa Gilda (la Muñequita del Pastel, como cariñosamente le decía mi mamá). Ellos tuvieron una familia grande…bueno, me refiero al número de hijos, porque de estatura todos salieron igual de lindos que sus padres: tamaño petite. Aparte de ser vecinos, los Villalobos y mis papás fueron también compañeros Leones; trabajaban incansablemente para ayudar a los más necesitados, y se la parrandeaban bien y bonito. Aunque nos ganaban en número de hijos (ellos eran 9 y nosotros 6), más o menos ahí nos dábamos en cuanto a las edades. Eso fue algo que mis dos hermanas (Thalía y Nora) y yo aprovechamos al máximo, pues teníamos con quién jugar todo el día (Teresa, Susy e Hilda). Y bueno, es que a pesar de tener una familia numerosa, siempre era padre salir al patio y asomarse por la barda a ver quién de ellas andaba por ahí. Podíamos durar horas platicando, cada quien en su casa.  Hubo un tiempo en que nos las cotorreamos Nora y yo; comenzamos a pararnos en el cofre del carro de mi papá, dejándolas con la boca abierta al vernos tan altas… las muy simples inventamos que nos habían comprado una nube y que estábamos encima de ella, jajaja, pero muy pronto nos descubrieron y se acabó el chiste. 

Jacalera desde chiquita, me gustaba mucho ir a su casa… Los señores eran súper buenas personas y nos recibían con mucho cariño. La única que no parecía disfrutar con nuestra visita era la abuelita… ¡nos regañaba por todo! Pero bueno, prestábamos oídos sordos a su mala cara y –como dijera mi mamá- la gozábamos.  Cuando íbamos a su casa, nos encantaba subirnos al carrusel que tenían en el cuarto de tele. ¡Ah qué mareadotas nos poníamos! 

Pero yo creo que lo más padre era cuando por las tardes/noches nos juntábamos los Villalobos (a veces con sus primos) y nosotros con los demás niños de la cuadra (los hijos de Doña Cruz y Chimano, que también eran 9, y ‘las Carmelas’, unas niñas que vivían enseguida de los “Doñacruces”). ¡Nos dábamos vuelo jugando a los Encantados, a la Roña o al Bote…ya se han de imaginar el relajo que se hacía con tanto leperío! Cuando era hora de dormir, mi papá salía a buscarnos, pero a veces no nos encontraba porque nos íbamos a casa de Doña Cruz a que nos contara historias de terror y nos diera de cenar… ¡Híjole, salía con cada charra! Claro que en la noche no podíamos dormir del miedo, y mi papá se enojaba mucho con ella por asustarnos, y con nosotros por andarla oyendo. 

Otra que nos llegó a poner nuestros buenos sustos fue la abuelita de los Villalobos, pues como en dos ocasiones nos dijo que al día siguiente se acababa el mundo… ¡qué cosa tan espantosa! Mis papás trataban en vano de calmarnos; a mi mamá le dolía nuestra angustia, y a mi papá le daba coraje que nos dijeran esas cosas y nos dejaran aterrorizadas.

En fin… Con las Villalobos nos tocó también incursionar en el teatro: entre Susy, Hilda, Nora y yo escribimos una obra, y comenzamos a ensayar todas las tardes en la tienda de su familia: “El Madrigal de la Luz”. Cuando estuvimos listas pedimos permiso a mis papás para presentarla en la casa, e invitamos a todos los niños del vecindario. El improvisado teatro quedó en el corredor del lado izquierdo (por afuera de la casa), y mis hermanos nos ayudaron desde la azotea a abrir y cerrar el telón. Ya ni me acuerdo de qué se trataba la obra, solo recuerdo que era muy graciosa y que los asistentes se rieron mucho. Ésta terminaba con un desmayo de Nora y el cierre del telón. 

Apenas terminamos, nos dispusimos a contar las ganancias. ¡Sacamos alrededor de 30 pesos! Nos los repartimos entre las cuatro y salimos corriendo a comprar dulces. Claro que hubiéramos ganado más dinero si mi mamá no se hubiera interpuesto en nuestro negocio, ya que teníamos pensado vender galletas con leche condensada, pero no nos dejó. Según ella, ya era suficiente con cobrar la entrada, y con la ayuda de mis hermanas, las repartió entre todos los niños que asistieron. ¡Ni hablar! 

Otras familias que vivían por ahí y con los que a veces nos juntábamos, eran los Prieto (una de las hijas, amiga mía también: Anrín), los Villanueva y los Ortiz, entre otros. 

Pero el gusto no nos duró mucho. A los pocos meses de haber celebrado mis 10 años nos cambiamos a la ciudad de Chihuahua, donde afortunadamente también encontramos muy buenos vecinos: los Barriga. La señora y mi mamá se hicieron amigas. Sus hijas eran más chiquitas que yo, por lo que no llegué a juntarme tanto con ellas. 

En esa casa solo duramos un año y nos cambiamos a unos departamentos. Tuvieron que pasar dos años para que mi vecina de enfrente (Verónica Avitia) hiciera su aparición en mi vida y se convirtiera en mi gran amiga y confidente. Aunque éramos muy diferentes (ella, súper alivianada y moderna, y yo más bien un poco ñoña), nos entendimos muy bien. También a su casa me encantaba ir; la señora y el Profesor eran buenísimas personas y a ellos les gustaba que su hija se juntara conmigo porque pensaban que yo era muy buena niña… ahí disculpen, jajaja. 

Esa cuadra estaba llena de buenos vecinos… ¡Cómo olvidar a los Cabrera, a las Rico, los Samaniego, los Uranga, los Lara, etc…! Sin embargo, como la única constante es el cambio, nuevamente nos mudamos a otra casa, la última en la que viví de soltera. Ahí ya no hice amigos, pues solo había niños muy chicos, pero también encontramos mucha amabilidad a nuestro alrededor. 

Y así podría pasarme más horas hablando de todos los que han sido mis vecinos, pero creo que me tardaría mucho. Solo diré que en la casa donde ahora vivo con mi esposo y mis hijos, la mayoría son gringos, y para mi sorpresa, igual de amables –o más- que todos los que ya mencioné. El único pero que les pongo es que no tienen hijos de la edad de los míos, y eso me entristece un poco. Sin embargo, luego recuerdo que la vida nos da lo que necesitamos para aprender y crecer… Si a mis hijos no les ha llegado un vecino que se convierta en su súper amig@, por algo será. 

Finalmente, puedo concluir que QUIEN ENCUENTRA UN BUEN VECINO, ENCUENTRA UN TESORO, por lo tanto, yo soy ya millonaria con las hermosas personas que Dios ha puesto en mi camino a lo largo de mi vida.  A todos ellos… ¡¡¡GRACIAS!!!

Nota: Esta semana tuve el placer de volver a ver a Hilda, después de chorromil años. Nos reímos como locas –locos, porque ahí estaban su esposo y su cuñada- y me sentí feliz de poder continuar una relación como si no hubiera pasado el tiempo. Esa reunión fue la que me motivó a escribir esto… ¡Gracias!

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